12 de marzo de 2007

Fábula fraternal

“Baudelaire tenía razón, cronista; es Caín, el rebelde, el libre quien debe cuidarse del blandísimo, del viscoso y bien educado Abel-“
Julio Cortázar, en
El examen

Ricardo miró el vidrio y por un momento tuvo ganas de llorar por Julia. “Debo tener los ojos vidriosos”, pensó, y lo divirtió el posible juego de palabras entre palabras como “vidrio”, “ojos” y “empapado”.
-¿Qué te pasa? –le preguntó Sergio.
-Che, Richard, ¿qué te pasa? –insistió Juan al ver que él no contestaba.
Después de un rato, les respondió:
-Julia me dijo que encontró la forma de ser casi feliz, pero yo sé que no es conmigo.
-¡Qué macana!
-A lo mejor se metió en una religión de esas que le meten ideas raras a la gente –dijo Sergio a toda velocidad.
-Imposible. Es atea –respondió Ricardo sin levantar la cabeza.
-No seas tarado, Sergio. Es obvio que a mi hermanito lo han adornado –dijo Juan acariciándole la cabeza a Ricardo-. Cuando una mujer dice que es feliz y uno no ha movido un dedo significa que la susodicha ha encontrado a otro hombre que ha movido mucho más que un dedo.
-Creo que no tenías necesidad de ser tan directo –respondió Ricardo algo resentido.
-Se hace lo que se puede.
-Si me disculpan, señores –dijo Sergio casi gritando-, me despido. Tengo que ir a lo de Sosa. Que te sea leve, Richard. Con hermanos así, ¿para qué tener enemigos?
Juan se quedó pensando en quién era Sosa y se lo preguntó a su hermano. “La amante”, le contestó; y se quedaron callados. Después, Ricardo dijo:
-Tengo miedo de que Julia termine como Vilna.
-¿La de los Picapiedras? Despreocupate, no va a terminar con un gordo prehistórico: a lo sumo panzón, pero no gordo.
-Gracias. ¿Cuánto te debo por tantos halagos? –Respiró con fuerza e hizo una pausa-. Yo me refería a Vilna, con ene, no con eme. ¿No te acordás de Vilna, mi hámster, que se murió porque tu araña la mató?
-Ah, sí. ¿Pero qué tiene que ver tu hámster con Julia?
-Mirá, Juan, yo sé que me vas a decir que la crisis con Julia se debe a la diferencia de edad; lo sé porque últimamente todos tienen el mismo discurso, hasta papá. Pero…
-Bueno, puede influir la edad, y bastante –le dijo con el tono del padre-, y creo que es porque buscan cosas bastante distintas. Tenés quince años más que ella, sos de otra generación. Ella tiene veinte, es una piba. Lo que no entiendo es qué puede criticar papá, si se separó de mamá para meterse con una de treinta.
-Yo tampoco entiendo a papá. Pero no nos desviemos. Indudablemente todos tienen el mismo discurso, y no es eso lo que me importa ni de lo que te quiero hablar. Lo que dijiste me hizo indagar un poco más en algo en lo que vengo rumiando desde hace un par de días.
Apareció el mozo y repartió los cafés que habían pedido.
-Disculpen la tardanza. Se nos rompió la cafetera y tuvimos que hacer el café a la antigua… ¿No había otro señor? –preguntó el mozo entre desorientado y sobreactuadamente afligido.
-No, señor. Acá siempre estuvimos mi hermano y yo –contestó Juan.
-Juraría que eran tres los que me habían pedido un cortado.
-Mucho trabajo, hombre. Tal vez es el estrés lo que hace que tenga alucinaciones.
-Puede ser –dijo alejándose de vuelta hacia la cocina con el café. Apenas se fue, ellos se rieron.
-¿En qué estábamos? Ah, sí… Te decía: tus palabras que me dejaron pensando fueron las primeras, cuando dijiste que ella anda con otro.
-Ella te quiere mucho. No veo por qué desconfiás. Lo que te dije olvidátelo, era una broma.
Ricardo lo miró fijo y después sonrío irónicamente.
-¿De qué te reís?
-De que yo casi no desconfío de ella, sino que desconfío de los otros hombres –hizo una pausa-. Desconfío de los que sí son de su generación y pueden estar buscando lo mismo que ella… Desconfío de vos, por ejemplo.
Juan se levantó y, como era de esperar, se fue. Ricardo sintió algo que comparó con el remordimiento o la culpa, pero después se dio cuenta de que el sentimiento de aquel momento era la nostalgia que le daba ver llover y esperar que Julia saliera de la facultad. Se acordó de cuando en días como ese la llevaba a su casa en el auto y, antes de entrar, ella le decía que lo amaba tantas veces como él la besaba. Sonrió con tristeza. Se dijo que todo aquello había quedado atrás y que ahora era momento de saber qué andaba pasando entre ella y, quizá, Juan o cualquier otro. Dejó un billete en la mesa y, como también era de esperar que fuera a hacer minutos después que su hermano, salió.
-Sos un idiota y sabés por qué –le dijo Juan, que estaba esperando en la entrada del café-. ¿Vas a buscar a Julia?
-Sí –le respondió.
-Vamos, entonces.


Caminaron algunas cuadras sin dirigirse la palabra. Ricardo sabía que había estado mal, pero no se explicaba por qué seguía sospechando de Juan. En un momento pensó: “Después de todo, tiene mi misma sangre”. En principio se lamentó de haber pensado que su hermano lo podía traicionar, sin embargo después reflexionó que “justamente porque es de la familia y porque la familia no se elige, tengo derecho a sospechar”.
Juan no le había dado demasiada importancia al hecho. Estaba pensando en el partido.
-Hoy Julia tiene una conferencia o una charla o un congreso. Pienso que va a tardar. Tal vez, sería mejor que vayas si es que no querés llegar tarde al partido.
-El partido espera. No me pierdo demasiado; además llueve mucho. ¿De qué es la charla?
-No tengo idea –dijo Ricardo enojado porque sabía que su hermano se quedaría y no tendría tiempo para pensar un rato-. Debe ser de algún cocinero o algo por el estilo.
Juan no lo escuchó:
-Cuando iba al colegio Julia era abanderada, ¿no?
-Sí. Memorable. Yo fui al acto en el que le pasaba la bandera a mi ahijada, la hermana de Sergio –remarcó “la hermana de Sergio” porque pretendía que el se pusiera celoso por aquella elección-. Ahí fue que la conocí.
Juan se rió.
-¿Por qué no estudió abogacía, medicina o astronomía: alguna de esas carreras de inteligentes, de esas que hacen que quienes las estudian sean los niños mimados de sus familias?
-Porque se cansó de estudiar durante esos años que ella califica de eternos. Le gustaba cocinar, consiguió un trabajo como pagarse la privada y…
-Entiendo.
Llegaron a la facultad; y paró de llover. Entraron al edificio y se quedaron en el hall porque encontraron asientos para sentarse.
-¿Gustás? –preguntó Ricardo ofreciendo un cigarrillo a Juan.
-No, gracias, no fumo más.
-¿Es por Angélica?
-Sí. No sé por qué odia el cigarrillo.
-Cuántas cosas dejamos por las mujeres: lamentable.
-Todos dejamos cosas. La renuncia no es exclusiva de los hombres –reflexionó Juan y eso hizo que su hermano se sorprendiera por aquel pensamiento demasiado maduro para salir de la boca de él.
Escucharon una voz distorsionada por un micrófono y por los parlantes que allí estaban. En un momento la voz dijo “Julia” y más tarde “Ricardo”, pero ellos hicieron de cuenta que no habían entendido y siguieron mirando la mesa ratona llena de revistas de cocina. Un trueno hizo temblar toda la sala y Juan se alegró porque seguramente el partido se suspendería.
-¿Y cocina rico? –quiso saber Juan porque no le gustaba ese silencio.
-Nunca me cocinó más que salchichas y huevos fritos. Es más, ésta es la primera vez que vengo a buscarla, así que ni siquiera vi los platos que pudo haber hecho acá.
-De todas formas, a vos te encantan los huevos fritos… -dijo Juan, apiadándose de su hermano, callando cualquier cosa más hiriente.
-Sí, pero el médico me recomendó que no los coma, porque tengo mucho colesterol. No te olvides: ya estoy viejo, tengo que velar por mi salud. Quince años más que la pendeja, lo dijiste vos –le reprochó.
Juan se quedó pensando, mirando fijo la ventana que estaba frente a él y por la que veía aquella lluvia torrencial. Sentía que algo lo abrumaba:
-Che, y cuando se reciben, ¿se tiran huevos y harina o lo guardan para cuando ejerzan?
Rieron. Juan siguió haciendo comentarios en los que hacía referencia a lo que, con ese criterio, tendrían que tirarles los estudiantes de las distintas carreras a sus condiscípulos recién recibidos.
-Y los mecánicos dentales, se tiran pernos y coronas –concluyó.
Volvieron a reír, pero con menos ganas que antes. Se volvió a escuchar “Julia” y “Ricardo”, pero también “Juan”.
-Por charlas como estas es que se eligen a los hermanos preferidos –dijo Juan reponiéndose de la risa.
-Me imagino –respondió en voz baja.


-¿Hace cuánto que estamos esperando? –preguntó algo impaciente, pero intentando disimularlo.
Ricardo miró el reloj: “Casi dos horas”, respondió.
“El partido ya debe haber terminado, si es que se jugó”, pensó Juan. “Cuando venga Julia le voy a decir, frente a Ricardo que él piensa que entre nosotros pasa algo”. Se acordó de Angélica y se prometió que ni bien parara de llover iría a verla, aunque fuera un rato, porque la tenía “un poco abandonada quién sabe por qué”. “Me quiere y me aguanta y eso ya es mucho pedir. Quizá algún día forme con ella lo que se llama una familia”, pero se dio cuenta de a lo que se había condenado con ese pensamiento recién unas horas después, cuando ya se hablaba de jueves y no de miércoles negro. En ese momento, bajó la cabeza, recordó su cara, la dibujó en el pantalón todavía húmedo y sonrió. Nunca había sido tan feliz extrañándola.
-Ya no se escucha la voz del micrófono –comentó Ricardo, reconociendo que en algún momento la había escuchado.
-Tenés razón. No me había dado cuenta. ¿Y si entramos? –propuso Juan al tiempo que se levantaba.
Ricardo, que todavía desconfiaba un poco de su hermano, se arrellanó aún más en el sillón en el que estaba y sacó una revista de la parte de abajo de la mesita ratona.
-¿Me vas a decir que preferís quedarte leyendo revistas de cocina?
-Prefiero esperar –contestó Ricardo.
-Dale, vamos. De última, nos echan, pero por lo menos nos sacamos la duda sobre si está o no Julia ahí adentro.
Ricardo sacudió la cabeza como un perro mojado y, finalmente, se levantó. Caminaron por un pasillo y al final de éste encontraron una puerta desde donde, según ellos, venía la voz del micrófono. Juan bajó el picaporte y para sorpresa de los dos, la puerta estaba abierta. Entraron. Era una sala chica, con sillas contra la pared con más apariencia de sala de espera de consultorio médico que de un salón de conferencias. Se quedaron observando detenidamente el lugar y descubrieron que en uno de los rincones había un parlante y en el otro, un microondas. Ambos artefactos parecían haber sido escondidos por alguna razón allí.
-No es acá –dijo el mayor de los hermanos-. Volvamos.
Fueron a la puerta e intentaron salir, pero la puerta se había trabado. Ricardo dijo que se comenzaba a sentir ahogado, justo cuando Juan notaba que no había ventanas. Forcejearon la puerta, pero abandonaron la tarea porque Juan dijo que en las películas había visto que hacer eso solía empeorar las cosas.
-Vos y tus ideas… –dictaminó Ricardo.
-Al menos sabemos que acá no está Julia. ¿Viste lo que son estas luces? Parece de día. Se me ocurrió una idea –hizo una pausa-. ¿Dónde estará la llave de luz? Si la encontramos podemos hacer que se corte la luz en todo el edificio, por lo que los de acá irán a ver qué pasó y nos encontraran.
Juan palpó todas las paredes y encontró una puerta corrediza.
-Es más fácil buscar una salida que encontrar una llave de luz… -dijo Ricardo con la voz cansada y al mismo tiempo entraba por la puerta que acababa de encontrar su hermano y que se confundía con las paredes del mismo empapelado.
La sala era una cocina, mucho más grande que el supuesto salón de conferencias. Había una heladera, un horno y muchos utencillos que ellos no sabían usar. La alacena ocupa toda una pared.
-No me había dado cuenta: tengo hambre. ¿Comemos algo y después seguimos buscando la llave de luz?
-No, comemos algo y después vemos qué hacer –respondió Ricardo recordando que era el hermano mayor y tenía derecho a imponer órdenes.
Juan abrió la heladera. Estaba repleta. Se prepararon sándwiches y comieron pan con dulce de leche.
-¿Qué hora es?
-Doce y veinticinco.
-¿Salimos por la ventana esa o seguimos buscando la llave de luz?
-Me parece que la repuesta es bastante obvia.
-Bueno, pero esta vez buscá vos. Mientras, yo hago la digestión. –Ricardo lo miró con aire inquisidor y su hermano largó una carcajada-. Bueno, está bien, salgamos.
La ventana estaba arriba de la alacena, por lo que fue fácil salir, teniendo en cuenta que el mueble no medía más de un metro de alto. Al salir, se encontraron en un patio al que daban muchas ventanas y en cuyo centro había un aljibe. Ya no llovía. Recorrieron una a una las ventanas, que más bien eran ventanales, y descubrieron que una de ellas pertenecía al recibidor donde habían estado esperando a Julia las primeras dos horas.
-Yo pensaba que era un espejo –confesó Ricardo.
-Yo no, pero no supuse que era un ventanal.
Después de caminar por el patio y de darse cuenta de que no veían en ninguna parte persona alguna, los dos se sentaron sobre el aljibe.
-¿En serio creés que entre Julia y yo pasa algo?
-No. Qué sé yo… Julia no me ama y Angélica a vos sí…
-Vos sos algo rencoroso. Todavía me echás en casa lo de Vilna. En ese entonces vos tenías casi veinte y yo trece… Pero ahora es distinto.
-Sí. Es algo distinto, pero tenés razón en eso de que soy algo rencoroso. Te traje acá, donde sé perfectamente que no está Julia (porque ella ahora está siendo casi feliz; de qué forma y con quién, no me importa si sé que no es conmigo), para decirte que sos mi hermano preferido, pero porque sos mi único hermano. Estás acá y te digo que nunca te voy a perdonar lo de mi hámster. Tenés razón: eso es de rencoroso, pero también de inmaduro y, si se quiere, de envidioso.
-Sí, la verdad que sí. Este es un lugar raro. Quizá es eso lo que nos invita a la reflexión y a la confesión.
Ricardo sacó un cigarrillo, lo prendió y empezó a fumar. Las luces se apagaron, pero ellos no se extrañaron ni se movieron de su lugar. No hablaron hasta que no se volvieron a encender.
-Tenemos que salir de acá. Es un lugar extraño. Cada vez estoy más convencido de que esto es cualquier cosa menos una escuela privada de gastronomía –dijo tirando en el aljibe el cigarrillo.
-Propicio para las confesiones… Aprovecho, entonces, para decirte que tu novia es una nena capaz de volver loco a cualquiera. Es más, a vos ya te volvió loco.
Ricardo se levantó y se acercó al ventanal que pertenecía al hall donde habían estado al principio.
-La puerta que da a la calle sigue abierta. Es raro que no la hayan cerrado o que no haya entrado cualquiera.
-A lo mejor todos saben lo que en verdad es esto y por eso nadie quiere entrar.
Volvió al aljibe lentamente. Se acercó a Juan y lo levantó agarrándole el cuello de la campera. Tomó aire, abrió la boca como para decir algo y lo soltó en ese preciso momento. Corrió al ventanal y lo pateó de una forma que bastó para que el vidrio se cayera hecho pedazos. Juan lo miró atónito, pero más extrañado de que por el estruendo no sonora alarma alguna que de la patada de su hermano. Ricardo cruzó entre los vidrios que había en el suelo y desde adentro dijo:
-Tenés razón: todos deben saber qué es esto, menos nosotros.
Juan atravesó lo que quedaba de ventana. Salieron a la calle. Había dejado de llover hacía bastante (por lo menos media hora), pero les pareció raro que el piso estuviera casi seco. Una vez afuera, escucharon que empezó a sonar la sonata Número Ocho de Beethoven.
-Es imposible creer que ahí adentro no había alguien que se reía de nosotros–dijo Ricardo.
-¿La ventana que rompiste estaba cerrada?
-No me fijé.
Siguieron caminando.
-¿Qué sentido tiene este tipo de historias? –preguntó Juan.
-Las fábulas no tienen sentido, tienen moraleja.
Caminaron sin hablar hasta que llegaron a la esquina.
-¿Y Julia? ¿Dónde está? ¿No la vas a buscar?
Ricardo bajó la cabeza y no contestó. Juan recordó que había dicho que tenía abandonada a Angélica y que, quizá, formaría alguna vez una familia con ella. Se molestó y se arrepintió por haberlo hecho.
-¿Eso quiere decir que la relación entre Julia y vos terminó? –preguntó sin querer.
-Nuestra relación está tan terminada como la tuya con Angélica.
Ricardo encendió un cigarrillo.
-¿Me convidás uno? -preguntó Juan inclinando la cabeza y fijando la mirada en un charco que estaba por pisar su hermano, pero del que no lo advirtió.
-¿No le era que le molestaba a Angélica? –preguntó Ricardo empapándose con el charco.
-Sí, pero… sí, pero no –contestó mientras que su hermano mascullaba insultos hacia el charco.
Juan recordó que horas antes (y lo alivió que esas horas antes le pertenecieran al miércoles y no a ese día) había dibujado la cara de Angélica en su pantalón húmedo, con una felicidad que en ese momento le pareció ingenua. Se preguntó cuál era la moraleja. Sonrió.

1 de marzo de 2007

Balanza

Sabía que sin la ropa
pesaría menos

no soprtaba
el cuerpo

por eso fue
que se desnudó
en la farmacia

sintió vergüenza
por medir
la tranquilidad en kilos