16 de agosto de 2008

Lúcida

Despierto, estiro el brazo, palpo: él no está a mi lado. El dormitorio está apenas iluminado por las luces de la calle; la persiana está abierta.
Él no está.
Comienzo a desesperarme.
-Martín, ¿dónde estás?
No contesta. Después escucho que está comiendo. No tiene reparos en comer como bestia, en hacer el ruido de quien come papas fritas en una iglesia. Escondo la cabeza debajo de la almohada. Se me ocurren unos versos bonitos, y me digo “esto lo tengo que escribir antes de olvidármelo”, pero Martín viene y se para enfrente de la ventana. Me distraigo: se me olvidan los versos.
Su silueta se dibuja sola, en la noche contrasta su figura: con él ahí, en la ventana me resulta difícil seguir durmiendo.
-Martín… volvé –le imploro sin embargo.
Él mueve la cabeza; tal vez se haya dado vuelta, pienso.
Va otra vez a la cocina, se escucha que está bebiendo. Odio que haga tanto ruido. Vuelve a pararse al lado de la ventana. Algún auto ilumina sus ojos que me miran fijamente.
Masculla algo. Comprendo que quiere irse.
-No te vayas, Martín.
Él insiste.
“No te voy a suplicar”, murmuro.
-No grites.
Me levanto y le abro: quiero que se vaya.
-¿En serio te querés ir?
No contesta. Salta de la ventana al piso, después a la medianera, al techo y camina entre tejas mientras el perro le ladra.
-Martín, tené cuidado con los perros.
Creo que no me escuchó.

9 de agosto de 2008